Page 201 - El magisterio y la vida en verso y prosa
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él. Quien, en su momento de salir a desfilar los días de carnaval, después
de largos ensayos previos, los pintaba de arriba abajo de negro charol, con
un menjurje que él preparaba con carbón molido, revuelto con vaselina
o aceite de quién sabe qué, lo cierto es que los dejaba negros brillosos.
Su traje carnavalesco era una falda que se hacían con palmas de huano,
cosidos a una calzonera o short, como le dicen ahora.
El torso desnudo, sin zapatos; improvisados escudos y lanzas que podía
ser éstas un palo cualquiera, con las puntas pintadas de plateado: aretes
(de apretar seguramente) la boca exageradamente pintadas de rojo, y los
que tenían pelo abundante les atravesaba el buen señor un hueso o un
“m’och” de pollo o gallina.
Los chiquitos, sentados en la escarpa, no perdíamos un detalle de todo
aquel vestuario y aquella danza salvaje, la calle no estaba adoquinada.
Yo tenía entonces de cinco a seis años y me admira que aún recuerde
la letra de las coplas que entonaban y bailaban, cuando en el desfile de
carnaval, el camión destartalado en que se encaramaban, se detenía en
algún parque o algún tramo de calle y se bajaban todos. Decía así:
¡Los negritos de La Habana
son negros como morcilla, con polvo de cascarilla
se quieren blanquear la cara!
¡Salen los negritos, salen a bailar,
Salen, salen todos para el carnaval (bis)
—¡Negritos, negritos, les van a “matá”!
—¿Y por qué y por qué, señora?
—¡Porque no saben batir, la conserva del mamey!
—¡Pues señora yo sí sé, bata “usté, bata usté”, bata “usté” que yo
batiré...!
—¡Salen los negritos..., etc.
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