Page 92 - El magisterio y la vida en verso y prosa
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Dice que su madre se esforzaba por enviarlo siempre a la escuela, porque
            sabía que su hijo tenía un potencial que no era justo desperdiciar. Entre
            los recuerdos más vividos de mi joven amigo, está la inmensa felicidad que
            él y sus compañeritos sentían cada principio de año, cuando sus maestros
            ponían en sus manos sus nuevos textos, “que olían a gloria y aprendíamos
            a quererlos y cuidarlos con todo respeto, porque sabíamos lo valioso que
            era su contenido y los grandes conocimientos que nos proporcionaban;
            los maestros nos hacían ver el esfuerzo que hacía el gobierno por dotar de
            libros gratuitamente a todos los niños del país y por eso los apreciábamos
            más y nos sentíamos orgullosos de tener un gobierno que se preocupara de
            ese modo por la educación de su pueblo”.


            Al término de su carrera de antropólogo en nuestra Universidad Autónoma
            de  Yucatán  (UADY),  se  hizo  acreedor  a  una  beca  para  continuar  sus
            estudios de postgrado en los Estados Unidos y, nos cuenta, que al observar
            y analizar la política educativa de aquel país, no obstante su tremendo
            potencial económico y capacidad para sostener una educación gratuita y
            laica como la nuestra, en la que tienen cabida los niños de todos los estratos
            sociales, en aquella sociedad su educación es más selectiva, y los maestros,
            si bien pueden tener los conocimientos, la mayoría de ellos carece de la
            calidez humana y el profesionalismo que tienen los nuestros, cuyo dominio
            de  la  ciencia  de  la  educación,  que  es  la  pedagogía  y  sus  derivados,  es
            infinitamente mayor y lo proyectan en sus clases.


            En ese momento de la plática recordé lo que nos contaban unos maestros
            de Chihuahua con los que compartimos unos cursos que nos impartieron
            en el Distrito Federal hace algunos años.


            Estos  compañeros  nos  decían  que,  constantemente,  brigadas  de
            profesores  gringos,  en  sus  flamantes  camionetas,  visitaban  a  las
            escuelas  rurales  de  su  estado  para  observar  cómo  los  docentes  del
            país  enseñaban  a  leer  y  a  escribir  en  menos  de  un  año  a  niños  de
            estas  comunidades  marginadas,  incluso  de  la  etnia  rarámuri  que
            habitaban en la sierra, sin comodidades de ninguna especie y con una
            precaria alimentación, cuando aquellos colegas del país vecino, con
            alumnos que gozaban de condiciones del todo apuestas, no lograban



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