Page 74 - Empatizando. Relatos para jóvenes
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era adecuado para avivar una llama, siempre fue de menos a más,
            siempre tenía en mis bolsillos del pantalón una caja de cerillos.

            Cuando tenía dos años, mi padre se fue para el norte, no lo volví a
            ver. Siendo hijo único, tuve que aguantar durante mi infancia todo
            el resentimiento de mi madre, hasta llegué a sentir que los golpes,
            empujones y pellizcos, eran parte de la educación y de la vida. Mi
            único consuelo era cuando en las noches pasaba horas enteras viendo
            la lumbre bailando en la chimenea. No podía haber una satisfacción
            más hermosa que deleitar la mirada con el fuego, y sentir, al mismo
            tiempo  el  calor,  especialmente  en  invierno.  Podía  pasar  horas,
            estirando mis manos, sintiendo, hasta tener la necesidad de retirar
            las manos de esa cercanía. Hubiera querido poder meterme al fuego
            y hacerme uno con él, pero en todo hay un límite y pasar ese límite
            era sentir arder la piel. Nada se comparaba con ese sentimiento y
            con esa sensación. O sí…, hubo otro momento en el que sentí ese
            gozo y no había precisamente fuego, lo que había era una caja de
            cerillos en mis manos, ¡una caja  de cerillos!, era como tener el
            mundo en una pequeña cajita en mis manos.

            Intenté  acercarme  a  esta  pasión  por  el  fuego,  por  eso  fui  a  los
            bomberos de la ciudad para que me permitieran servir ahí. Ninguno
            de mis compañeros se percató de lo que yo sentía cada vez que
            íbamos a controlar un incendio hasta que el comandante me llamó y
            me dijo que los compañeros notaron que me comportaba muy raro
            cuando estábamos en acción, le dijeron que yo permanecía unos
            segundos como embobado viendo el fuego y que no hacía nada. Al
            principio pensaron que era miedo, pero cuando vieron mi mirada,
            su idea sobre mí cambió, después, me despidieron.


            Creo que después de eso empecé a provocar otros incendios con
            más frecuencia, quemé un baldío prendiéndole fuego a un árbol
            de Navidad seco (que, por cierto, ardió en cuestión de segundos),
            prendí fuego a montañas de basura, prendí un colchón abandonado
            en una casa deshabitada, en las fiestas de Navidad y Año Nuevo
            prendí cientos de cuetes, la pólvora se convirtió en un espectáculo,




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