Page 142 - El magisterio y la vida en verso y prosa
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La misma hipercinesia de segundos antes me hizo caer sentada en mi sillón.
¡Afortunadamente! ¡Si le hubiera caído encima a la cucaracha entonces sí
me infartaba!
Me quedé ahí, absorta, viendo el cadáver de mi enemiga y..., y no sabía
qué hacer con él.
Tenía pánico de que, al moverla, resucitara; he leído en varias fuentes
bibliográficas sobre la resistencia física de las cucarachas, que le han
sobrevivido a cientos de otras especies que han desaparecido de la faz de
la tierra; y ella aún continúa aquí, después de no sé cuántas eras geológicas,
y estaba ahí, supuestamente muerta, pero enterita.
Al fin, decidí barrerla, pero no recogerla con la palita y tirarla al bote de
basura, porque era domingo y hasta el lunes pasaba el basurero, ¿y si
recobraba fuerzas y volaba? Por eso únicamente la barrí y la saqué por la
puerta de la calle, la cual cerré inmediatamente, me volví y fui a devolver
la escoba a su lugar; de regreso a la sala por poco me desmayo, porque
ahí, a media sala, estaban los despojos fúnebres del odiado insecto.
Me senté a contemplarlos incrédula, y medité sobre porqué el gran
constructor del universo permitió que se desarrollaran estas plagas en el
planeta: tarántulas, alacranes, babosas, gusanos venenosos y, por supuesto,
cucarachas.
Finalmente, aterricé de nuevo en mi horrible realidad y, aplicando la
lógica, la única explicación era que las tiesas patas del bicho se habían
enredado en las puntas de la escoba, que no es muy nueva y regresó con
ella, aunque por no estar bien adheridas, cayó donde la encontré.
En ese momento preciso sonó el teléfono; era una buena amiga mía
invitándome a un desayuno, pero creo que me escuchó tan alterada que
me preguntó el motivo. Para qué lo hizo la pobrecita, tuvo que escuchar
mi odisea de pe a pa.
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