Page 36 - Empatizando. Relatos para jóvenes
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Al llegar al trabajo, lo primero que vi fue a don Roberto, que ya me
esperaba con el chiste del día.
—¿Cuántas anclas tiene un barco?, —no sé, le respondí. —11.
—¿Por qué?, le pregunté —porque siempre dicen eleven
anclas, ja, ja, ja; me mató de la risa. —¿Once?, ¿once anclas?,
¡qué divertido!
Por alguna razón todos en la oficina sabían que yo reía mucho,
pero no era sólo que rio mucho, sino cómo me rio. Mi risa es…,
escandalosa, alegre o más bien diría como dicen ellos, contagiosa.
También ya me di cuenta de que hay compañeros que les gusta estar
cerca de mí cuando me rio, porque por alguna extraña razón a ellos
les gusta verme y escucharme ponerme loquito de risa. Algunos
hasta los he visto limpiándose las lágrimas o corriendo al baño por
estar viéndome reír, ja, ja, ja. Y sí, es eso porque a veces los chistes
ni siquiera son buenos; ellos me aman por mi risa, ja, ja, ja.
Casi luego luego, me pasó que quise sentarme en mi espacio de
trabajo, pero la silla se recorrió para atrás y caí de nalgas en el suelo.
Los que me vieron se preocuparon porque me di un golpe muy
fuerte contra el piso, pero yo, yo no paraba de reír. Ahí volví a sentir
lo mismo de la mañana; otra vez, alguien junto a mí me hacía aire
con un abanico, me mojaron la cara, yo estaba en el suelo tirado.
—¿Estás bien?, ¿qué te pasó?, deberías ir al médico. –Me decían.
Me levanté como pude y no le di mayor importancia. Un poco
más al rato llegó el jefe a mi escritorio. Seguramente él no se daba
cuenta, pero alguien le había pegado una etiqueta en la espalda
que decía patéame. Cuando la leí sentí pena por el hombre, pero
después pensé en el ingenioso que lo hizo y el riesgo que tenía de
que lo corrieran por eso, pero luego me ganó esa risa que empieza
discreta y va creciendo hasta que todos voltean a verte. No me
podía contener. Sentí la necesidad de jalarme el cabello o darme un
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