Page 127 - El magisterio y la vida en verso y prosa
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Entre  los  actores  masculinos  de  comedia  que  no  podían  faltar  en  el
            ambiente citadino estaba don Mauricio Garcés y Jorge “El Che Reyes” y
            en las cintas campiranas, don Fernando Soto “Mantequilla” y “El Chicote”,
            del cual no recuerdo su nombre verdadero.


            Todos estos actores eran realmente estrellas, porque por su calidad actoral
            el público los había clasificado como tales, aunque no todos tuvieron el
            privilegio de estar entre la relación de los primeros créditos de reparto.


            Ahora bien, en las películas del Mimo de México, don Mario Moreno
            “Cantinflas”, habiendo sido en sus inicios actor de carpas callejeras, se
            decía que en todos sus filmes les daba ocasión, a muchos de sus antiguos
            compañeros de esa época, de formar parte del reparto con pequeñas, pero
            significativas apariciones, que complementaban el sabor de sus comedias.


            Precisamente en su película de El señor doctor, o algo así, que se desarrolla
            casi íntegramente en el hospital más grande del Instituto Mexicano del
            Seguro Social, en la Ciudad de México, hay una escena donde, en una de
            las salas de la clínica que él estaba recorriendo, en su calidad de médico
            internista en proceso de actualización, encuentra en una de las camas a
            un hombre vendado en su totalidad, semejando una momia egipcia, al
            grado que solamente se le ven los ojos, y pregunta a la enfermera que le
            acompañaba dándole informes, que qué era lo que tenía aquel paciente y
            ésta le dice que una semana antes fue atropellado y estaba en observación,
            a lo que el cómico comenta, con su estilo cantiflesco, que cómo era posible
            que lo observaran si estaba todo vendado y, diciendo y haciendo, le va
            quitando la venda de la cabeza, al mismo tiempo que expresa que era
            necesario que lo descubrieran, para que respire el poro.


            A medida que le descubre la cabeza y va apareciendo la cara, aquel actor
            famélico,  con  sus  ojos  vidriosos,  de  semblante  literalmente  cadavérico
            natural, sin maquillaje y casi desdentado por completo, con una mirada de
            angustia y ansiedad, repite dramáticamente al mismo tiempo: —¡Sí, sí, que
            respire el poro, que respire el poro...!








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