Page 123 - El magisterio y la vida en verso y prosa
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feria  tradicional,  que  aunque  de  origen  clerical,  su  multiplicidad  de
            atracciones ludo-mundanas, le daban a los asistentes de cualquier filiación
            la posibilidad de disfrutar en un ambiente de sana alegría familiar y social.


            Pero el que realmente se voló la barda en cuestión anecdótica individual, fue
            un amigo maestro jubilado y recién repatriado, ya que toda su trayectoria
            magisterial la hizo en el vecino estado de Quintana Roo.


            Con un talento histriónico poco común, nos hizo el siguiente relato:

            Contando él con seis años cumplidos y con dos hermanitas; una de cinco
            y otra de cuatro años exactamente, porque su mamá era añera, nos aclaró;
            una noche en que la feria estaba en su apogeo y que hasta su domicilio
            llegaba  la  música  y  el  ajetreo  de  gente,  una  joven  tía  suya,  que  estaba
            estrenando novio, se los fue a pedir prestados a su mamá para tener el
            pretexto de ir a la feria sin chaperona adulta.

            Por supuesto el permiso fue concedido y ahí se fueron de comparsa con
            la tía, la cual desde luego sólo tenía plática y atenciones para el novio
            aquel. Sin embargo, no lo estaban pasando tan mal, ya cada uno tenía su
            cucurucho de palomitas de maíz tostado, del que vendía el viejecito que
            tenía su carro con un payasito que daba volantines y había tomado su
            horchata en el puesto de el vaso sanitario, hasta que a la pareja se le antojó
            entrar a una lúgubre y lóbrega carpa, cuyo espectáculo se anunciaba como
            La maldición de la mujer araña.

            ¡Qué horrible para tres pobres niños tan pequeños a los que nadie preparó
            anímicamente para enfrentarse a ese engendro que iban a ver!


            Al correrse el telón a todo lo ancho y largo del espacio escénico, se había
            tejido una red de hilos de algo parecido a una telaraña pero más gruesa,
            pintada de plateado y espolvoreada de escarcha igualmente plateada, en
            cuyo centro se veía la cabeza desmelenada de una infeliz muchacha, con
            una ojeras de ocho días de cagalera, mirando de derecha a izquierda y,
            alrededor de aquella cabeza, unas patas negras y peludas que se movían al
            mismo ritmo en que lo hacía aquel engendro espantoso.




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