Page 163 - El magisterio y la vida en verso y prosa
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¡Vecina, fue varón, ganó la gallina!




               Una soleada mañana de 1942, con apenas cinco años en mi cronología
            personal, escuché esta expresión entusiasta, dicha por una antigua vecina,
            dirigiéndose  a  mi  madre,  que  en  ese  momento  tendía  ropa  lavada  en
            el  patio  de  la  casa.  Aquella  buena  señora,  asomando  la  cabeza  en  la
            albarrada,  le  estaba  comunicando  de  este  modo  a  mamá,  que  su  hija
            Dorita, casada hacía dos años, acababa de traer al mundo, con la ayuda
            de una comadrona, a su primer nené, y que éste había sido un varoncito.


            Por mi corta edad no entendí en aquel momento porqué una gallina, de las
            tantas que tenía en su patio la señora, había ganado un premio por aquel
            suceso.


            Tuve  que  crecer  varios  años  en  ese  ambiente  y  su  norma  lingüística
            coloquial, para llegar a comprender los conceptos culturales de aquella
            sociedad machista y conservadora, que había convertido en una cuestión
            de honor para el hombre de la época, el que su primer hijo fuera varón,
            pues de esta manera su prestigio de buen gallo estaba confirmado y, su
            esposa, la gallina, ganaba también un premio, por haber quedado bien con
            su gallo compartiendo así el prestigio de aquél.


            Cuando el primer alumbramiento traía al mundo a una niña, el gallo y la
            gallina se sentían frustrados.


            Al  señor  le  endilgaban  sus  congéneres  el  mote  de  chancletero,  porque
            había engendrado a una simple chancleta. Las suegras también ponían su
            granote de arena cuando esto ocurría, y criticaban a la nuera por debilucha
            y chancletera.


            Hombres hubieron en aquellas generaciones que murieron prematuramente,
            por  no  poder  soportar  la  frustración  de  que  sus  mujeres  no  hubieran
            podido darles un hijo varón, que habría de llevar su nombre y perpetuar
            su apellido. Nunca aceptaron el poder ser ellos los culpables, o, al menos,
            copartícipes de este desaguisado.



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