Page 21 - Afuera en lo profundo
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Un chico de uniforme a cuadros y verde sube. Es alumno de Jesús, a
            pesar de que el camión está casi vacío, el estudiante de secundaria
            considera buena idea sentarse a un costado de su maestro y, en
            vez  de  embobarse  en  el  celular,  platicar  con  él.  Así  que  saluda:
            —Hola, Prof. —Buenos días, jovencito, –corresponde el maestro
            atendiendo a la formalidad, no al entusiasmo del chico. Pero éste, ni
            por poco desalentado, pregunta: —¿Ya a la escuela?, y al instante se
            lanza un reproche: —Chale, obvio, ¿verdad? El educador no pretende
            ni intimidar ni darle por su lado al estudiante, sólo ser lo que
            corresponde, un profesional. —Usted lo ha dicho, jovencito, –enfatiza.
            —A que no se sabe mi nombre, –reta en seguida el alumno, seguro
            de que pone en aprietos al maestro, pero éste acierta al responder:
            —Eduardo. El chico, desentendido de la escueta contestación,
            eleva sus cachetes, y al profesor, pese a los límites que él mismo ha
            marcado, se le figura una sonrisa de anime. Jesús piensa que este
            gesto es otro bonito regalo de la vida. Casi por sonreír, se aguanta.
            Mejor tararea en la mente una melodía de Dragon Ball Z. Como si
            el estudiante estuviera al tanto de los pensamientos del profesor,
            lo invita: —Pero puede decirme Lalo, y con la misma libertad pide:

            —Oiga, ¿te puedo decir Chuy? El maestro ríe, no logra contenerse
            ante la puntada del chico que, en una misma oración, lo ha tuteado
            y  ustedeado, sin embargo, la misma risa endulza su contundente
            negativa a aquella solicitud. Todavía recuerda su último curso de
            fortalecimiento docente, en el que sus colegas y él habían sido
            instruidos para no hacer amistad –por ningún medio, en ninguna
            circunstancia–, con los alumnos, no tocarlos, no dirigirse a ellos,
            salvo por su nombre –aunque algunos tuvieran más de dos nombres,
            como María José Cándida, con todo y las súplicas de alguno, para que
            le dijeran Majo, porque ninguno de sus tres nombres le gusta–, no
            insinuarles ni provocarles señas de afecto, no recibirles ni ofrecerles
            regalos, no aceptarlos en las redes sociales; por supuesto, estar a
            solas con los menores quedaba estrictamente prohibido. Nada había
            qué hacer, nada que diera pie a malinterpretaciones.







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