Page 25 - Afuera en lo profundo
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meditativo, comenta: —Imagínate, Chuy, en ese caso no vendría a
            la escuela. ¿Para qué, si hay internet y tutoriales? No obstante, con
            todo y nostalgia, el pupilo se abalanza a hacerle cosquillas, como
            si escarbara ahora en busca de risas. Jesús suda frío. Es de carne y
            hueso, y su alma, porque también tiene alma, se debate entre los
            límites de la proximidad y la indiferencia, entre la empatía y el rigor.
            ¿Qué debe de dar un verdadero maestro y qué debe de esperar un
            auténtico discípulo?


            ¿No lo sabe el profesor?, sus dudas son escarcha, y vaho, su
            pensamiento.

            —No  se  confunda,  jovencito,  –advierte,  impasible,  y  retrocede.
            —Ándale, Chuy, vamos a jugar, es tu cumple, –suplica Lalo con las
            ansias de un niño que quiere partir el pastel. —No te pongas serio,
            prosigue ahora con una voz indulgente. Quiere mostrar, para su
            maestro, cuánto le interesa que éste se sienta bien. Se le vienen a la
            mente ideas, un tema de sus cursos: ponerse en los zapatos del otro,
            estar en su pellejo, sentirse en su lugar. —Ya sé, ¡qué mala pata!, tu
            cumpleaños en lunes. Pero si lo miras de otra manera, wacha: No
            hay nadie, podemos divertirnos. Jesús, pálido, redobla los esfuerzos
            en mostrarle a su alumno que él sigue siendo el profesor. Le dice
            muchas cosas, pero el chico ya no escucha.


            Te mostraré mi mundo, piensa Lalo, —voy a enseñarte a ser valiente,
            a lograr en la vida lo que no has podido hacer, lo que ansiosamente
            has deseado. Deja que me acerque a ti y te diré: —Mira, Jesús, soy
            tú y yo. Sin darse cuenta, el chico se había levantado la camisa. En
            la piel, que se le pega a las costillas, lleva las marcas de un sello:
            revisado, profesor Jesús. Revisado, profesor Jesús. Revisado, profesor
            Jesús. El maestro agacha la cabeza y aprieta los ojos. Lo que más
            desea con todo su ser es arrugar esa imagen, rasgarla, tragársela,
            igual que sus alumnos al notar que los han sorprendido con el
            acordeón en pleno examen. Ante el abatimiento de su profesor, el
            discípulo se encuentra dispuesto a ser azotado. No chistaría si Jesús
            lo amarrase el tiempo que fuera necesario, por sentir aquello que le



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