Page 37 - Afuera en lo profundo
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todo y que Estela estaba en su segundo aire y de que los invitados
se habían disfrazado de jovencitos cosmopolitas. A lo largo de dos
horas nadie se había puesto a bailar, ni siquiera la anfitriona. Minutos
después, me trajo un mezcal y aproveché para suplicarle:
—Estela, estoy haciendo todo mi esfuerzo para prender la fiesta,
pero nada.
—¡Pon de tu parte, amiga!
—¡Ay, no molestes!, –exclamó, y en vez de dejarme el mezcal,
se lo tomó de un trago. En seguida, pasó de mesa en mesa
alentando a sus invitados y se puso a bailar, primero con tres
tipos a la vez y, después, con cinco chavorrucas. Hicieron una
rueda entre todos y aproveché para tocar el tipo de rolas que
dan instrucciones:
“Un paso izquierdo y un paso derecho”. Para, en seguida:
“Tú lo tiras pa’ trás y lo tiras pa’ elante”. Después:
“Las manos hacia arriba, bate palmas sin parar, moviendo todo el
cuerpo y comienzas a bajar”.
Todos obedecían tan al pie de la letra que sus movimientos parecían
los de una coreografía ensayada por meses. Como nunca antes, me
sentí, más que DJ, un payaso de rodeo. Pero Estela estaba dispuesta
a superar de cualquier modo su duelo; supongo que por eso me
contrató, aunque le haya dicho que yo, feliz, pondría la música a
cambio de nada, que seguía siendo un aprendiz. La bulla crecía y mi
amiga, en el centro del círculo, se contorsionaba como si estuviera
agarrada de un tubo. Yo, en mi papel de amigo y de DJ, lancé hielo
seco y activé las luces estrambóticas. En algún momento, alcancé
a ver que mi amiga dejó la bulla y agarró otro mezcal que estaba
abandonado en una mesa, otra vez, se lo bebió de jalón.
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