Page 75 - Afuera en lo profundo
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—¿Quién dijo que eran tres los Reyes?, ¿y si hubieran sido cuatro?,
            interrogó él. —León cree, y cuando uno cree, la magia no deja de
            suceder, –ella aseguró, a la vez que revisa los contactos de su celular,
            y amenaza: —Le llamaré a Arturo, tú no le vas a hablar a tu hermano,
            –Julio dijo a punto de un acto hostil. —No te estoy pidiendo permiso,
            –advirtió Isabel, que ya se había pegado el teléfono a la oreja. —¿Qué
            le va a regalar Arturo?, ¿libros, plumones, rompecabezas?, nada de
            utilidad, nada que de verdad quiere el niño.


                —Y no es que tenga algo en contra de tu hermano, no, yo lo
                  respeto, a él y a todos, pero tú no quieres que León se vuelva
                  sentimentaloide, que ande con sensiblerías, pues. No es por
                  nada, Isa, pero luego se confunden, sufren, ni mi jefe, que
                  es el jefe, se escapa de las habladurías, y eso que habla no sé
                  cuántos idiomas, toca el piano y tiene maestrías. Da lo mismo;
                  sabes que el buen Arthur no está de acuerdo con el tipo de
                  regalos que pide nuestro hijo, así que eso sería peor a que le
                  demos sólo un patín del diablo, –observó Julio sin soltar sus
                  manos que lleva cruzadas por debajo de la espalda, buscando
                  la mirada de ella. –Pues prefiero lo que mi hermano quiera
                  darle, a que no le lleguen tres regalos a mi León, –habló Isabel
                  y le hizo, con el dedo, una contundente seña de chit con el
                  dedo. —Está bien, está bien, pero cuelga ya, –murmuró él,
                  petitorio. Ella accedió con gestos de indulgencia. —Es más, yo
                  pago el iPad y la tarjeta de Netflix, y tú, el patín, –él ofreció,
                  e Isabel lo compensó a besos, y a besos se adelantó a hacer
                  fila en las cajas. Entonces Julio aprovechó, para dejar, entre
                  las cajas de ajedrez y damas chinas, un par de tenis que había
                  estado ocultando por debajo de su ancha espalda. El los hacía
                  en la fábrica de la que era empleado.


            Al volver a casa, Julio se acomodó en el sofá, sintió que había
            envejecido y, aunque era noche de reyes, se imaginó a sí mismo
            como un Santa Claus venido a menos. Para él, la noche había perdido
            toda posibilidad de magia, se había trastocado en una zona cero, fría
            y, por todos lados, bling bling, deslumbrante, como el aliento del




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