Page 25 - Empatizando. Relatos para jóvenes
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Cada día se anhelaba la noche más que el alimento. —Olaf, ¿estás
listo para el arte?, preguntaba mi padre. —¡Sí!, gritaba yo, con gusto.
Me ponía la pijama, hacía pipí, me lavaba las manos y los dientes,
y saltaba a la cama mientras me cobijaba. Él parecía disfrutarlo
también, hacía sonidos, modulaba su voz, y ponía mucha atención a
mis expresiones; jugaba con todos mis sentimientos, así era cómo él
me conectaba con el arte. Me ponía feliz con la pintura de la familia
alegre de Jean Steen; me ponía triste con las pinturas y las historias
de los niños llorones de Bruno Amadio; y enfurecía con las historias
del bohemio ebrio o el enfermo contagioso de Amedeo Modigliani.
Había pinturas para todas las emociones.
Pero un día aconteció una desgracia, mis padres se accidentaron y
perdieron la vida. Fue muy duro, no sólo por sentir la usencia y la
difícil resignación, pues el hambre que sentía por seguir escuchando
y viendo esas historias y pinturas jamás se terminaba, ahora estaba
sólo con aquel deseo y necesidad creciente.
Por eso compraba muchos libros de arte y devoraba los museos,
especialmente las pinacotecas, me gustaba ver e imaginar las
historias tras cada pintura, me tranquilizaba mucho hacer eso, era
el único espacio de paz que iba registrando en mi cerebro como una
colección de imágenes e historias. Sentía que veía hasta el alma de
las obras que se posaban frente a mis ojos.
Hoy había llegado muy temprano al museo, apenas había tomado
una taza de café con unas galletas, no tenía hambre, me sentía feliz.
Pero algo sucedió, algo que no sabía que podía pasarme. Cuando
volví a estar consciente, estaba en un hospital, los médicos dijeron
que había perdido el control, que estaba viendo una pintura y luego
algo pasó, vino el vértigo, la confusión, la ansiedad, la aceleración
del ritmo cardiaco, los temblores en manos y pies, las palpitaciones,
la sudoración, y tal vez, depresión o alucinaciones, después, la
pérdida de la conciencia.
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