Page 15 - Topiltzin El pequeño Quetzalcóatl
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Mi niñez fue como la de cualquier otro niño, jugaba en la tierra,
con mi orina, mis babas y mis mocos. Mis abuelos me cuidaron,
me enseñaron sus saberes y no fue hasta los tres años que mi padre
me buscó para instruirme sobre la guerra, con gran paciencia me
explicó el uso del arco, la flecha, la lanza, el macuahuitl, los dardos
y el arma curva.
Al cumplir los cuatro años, me llevó a conocer las tierras del padre
dual, en una larga peregrinación, la cual se realizaba una vez cada
ocho años. Durante el camino, me habló sobre la importancia de
llevar las ofrendas a los viejos ancestros, al padre sol y la madre
luna. Aún recuerdo sus palabras:
“Yo, hijo mío, te he mantenido hasta ahora con el sudor de mi
rostro; en nada te he faltado a lo que debo como padre, te he
suministrado lo necesario sin quitarlo a otros, hazlo así tú”. 3
Caminé durante varios soles, pude ver a la distancia enormes
templos y teocallis, calles interminables, montañas hechas a mano:
la casa de los dioses, la gran Tula–Teotihuacán.
Recorrimos muchos palacios hasta llegar al templo de Quetzalcóatl,
bellamente pintado y decorado con caracoles marinos, fauces
de cipactli, anteojeras de Tláloc y flores, de las cuales emanaban
cabezas de serpiente.
Era un espejo de agua, parecía que el cielo se unía con la tierra en el
mismo lugar y tiempo.
Ofrendamos copal y maíz en un enorme bracero del “Anciano del
fuego”, Huehuetéotl. Mi padre sacó de su morral una mariposa
amarilla disecada, desprendió sus alas, quemó una sobre el
popochcomitl y la otra la ofreció al creador Quetzalcóatl: “Padre,
madre, éste es mi hijo Topiltzin, hijo de Chimalma y Mixcóatl, sangre
de mi sangre y color de mi piel, cuida de sus pasos y palabras”.
3 Portilla, M.L. (1991). Huehuehtlahtolli. Fondo de Cultura Económica, México.
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