Page 19 - Topiltzin El pequeño Quetzalcóatl
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Teníamos un jefe, quien dirigía la expedición y nos animaba a seguir
adelante. En los momentos de descanso platicaba con otros niños,
quienes aún lloraban por la partida; me compartieron que los habían
enviado para ser educados con la ayuda de otros, para que abrieran
los ojos, para aprender o perecer en el camino.
Los más pequeños cargaban los instrumentos para beber y las
cucharas de concha de tortuga, mientras que los grandes cargábamos
más peso. Poco a poco entendí las reglas que teníamos que seguir.
Hay que tener mucho valor y coraje para esa travesía, pues no
sólo teníamos que transportar la delicada carga, sino defenderla
de ladrones y embaucadores que acechan en todo el camino. Por
las noches, acomodábamos la mercancía en el centro y todos
dormíamos alrededor de ella, siempre vigilados y cuidados por
los cuacuahtin y los otomíes, jefes guerreros, fuertes y feroces, los
cuales se mantenían con la firmeza de su propia gloria y su propio
señorío.
En dos ocasiones fuimos atacados por otros grupos, los cuales
no eran dignos rivales para esos guerreros, quienes usaban sus
armas esplendorosamente. Entre ellos, había uno que sobresalía,
un guerrero otomí nombrado el Siete Perros, quien después de
los enfrentamientos regresó con varias cabezas de los enemigos
ensartadas en su larga lanza. Era muy respetado por todos.
Precisamente él se me acercó en varias ocasiones para hacerme
preguntas, pero no le entendía nada; creí que me había descubierto
y eso me tenía afligido.
Cuando llegamos a la frontera de la tierra del aire caliente, decidieron
realizar una competencia de tiro con arco. Los guerreros apostaron y
eligieron a 10 de nosotros para representar a cada uno. Sin dudarlo,
Siete Perros me seleccionó a mí.
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