Page 57 - Donde vive la imaginación
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Pero cuando se junta el tráfico en las avenidas principales, a la hora de
            entrada de clases, las personas siempre le gritaban por ir como tortuga:
            ¡Muévete, Pedro Botas! ¡Estaciona tu carro viejo, estás atravesado! ¡Lárgate
            a tu casa! ¡Siempre es lo mismo contigo, ya nos tienes hartos! Así como
            éstos eran muchos los insultos que recibía en la calle.


            Un día le pregunté a mi papá porqué el señor Pedro Botas siempre hacía
            el mismo recorrido. Me contó que cuando él era rico, su único hermano
            le había hecho la invitación de apadrinar la inauguración de la tienda más
            grande  del  estado  donde  vendían  botas, sombreros y ropa  vaquera;  se
            llamaba La Casa del Vaquero.


            Pedro Botas, con tanto dinero, no tenía idea de qué regalarle a su hermano
            por la atención de haberle pedido que fuera el padrino de la tienda. Pensó
            durante  varios  días, hasta que se le  ocurrió mandar hacer unas  botas
            gigantes con focos de colores, como las de los pinitos de Navidad, para
            ponerlas en el techo de la tienda, así desde lejos pudieran verse en la noche.


            Él pensó que eso era el mejor regalo, y sí, por una parte, así fue cuando se
            las mostró, le encantaron aún más cuando su hermano las vio encendidas
            sobre  el  techo de  la  tienda.  Ambos, abrazados  de  hombro a  hombro,
            contemplaron lo bonita que se veía La Casa del Vaquero con sus botas y
            demás artículos reluciendo detrás de las ventanas.


            Posteriormente, en la fiesta de inauguración todos estaban muy contentos
            por haber dado inicio al negocio, pero casi al final de esa noche empezó
            a escasear la bebida. Pedro Botas, amable, se ofreció a ir a su casa por más
            botellas de vino. Se movió en un carro muy lujoso con su chofer.

            Pero al regresar a la tienda no podía creer las llamaradas que salían como
            lenguas de fuego por las ventanas. En la calle, por todas partes, asomándose
            desde casas y carros, todo mundo se había detenido a presenciar la desgracia.
            Él en un impulso desesperado quiso entrar a la tienda al no ver por ningún
            lado a su hermano y a su familia. “¡Detente!”, le gritó de pronto mi padre
            quien estaba allí, a la vez deteniéndolo. “¡Todo se incendió Pedro! Las luces
            de las botas gigantes hicieron un corto tremendo en la luz”, dijo con pesar.


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