Page 36 - Colección Rosita
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No sé cuánto tiempo caminé, me detuve en un suculento pasto, para
calmar el hambre y tomar agua del río. Chequé el mapa, asentí moviendo
la cabeza y continué mi camino.
Divisé una carretera, a un lado de ella, un pueblo y en la calle, juegos de
esos a los que acudía con Héctor. Me llamó la atención el corral donde
tenían animales, ¡pobrecitos, los tenían cautivos! Había caballos, cebras,
un león, ¡y hasta dos elefantes! También había burros. Me acerqué con
cuidado, no fuera y me atraparan para hacerme prisionero, ¡nunca se sabe!
—¿Qué haces aquí?, pregunté a un burro, de mirada triste —¿No te
dejan salir?
—No, estoy condenado a estar siempre aquí, me adiestraron para
hacer cosas desagradables, pero ni modo, así es la vida para mí, por
desgracia, contestó suspirando, resignado. —Siempre me cargan en
exceso, pero ni modo, hay que aguantar, no puedo escapar.
Se arremolinó en un rincón y se quedó dormido: qué triste, pensé, por
fortuna, yo tenía un dueño, una familia, ¡pero ahora! Me alejé, pensativo.
Crucé la carretera y me interné otra vez por la llanura, retocé un poco
para olvidar el cautiverio de los animales recién conocidos. Pasté y tomé
agua, ¡de pronto!…, agucé las orejas, subí a la loma ubicada frente a mí,
(era necesario cruzarla, para seguir el camino trazado), desde la cima,
alcance a ver a un niño dormido bajo un frondoso árbol. A un lado, un
aparato parecido al de mi dueño, (bueno, a mi exdueño), dejaba escapar
una música divertidísima.
Las vacas dejaron de pastar en el llano, aguzaron también sus orejas y
aprovechando que su amo dormía, se acomodaron y empezaron una
rutina de baile muy animada.
“Cruzando la frontera me encontré con él, era un tipo medio raro, pero
me cayó bien, me dijo viajo en carretera espero pronto llegar, al rodeo que
me espera allá. Me dijo con certeza que no hay más emoción que romper
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