Page 49 - Afuera en lo profundo
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a acabarse. Yo puse a la orilla de mi plato unos espárragos que iba
saborear al final, pero él los agarró sin considerarme y, sin hacer
escala en su plato, se los llevó a la boca. No distinguí si Irene sonreía
o hacía muecas de asco, pero lo que sí tengo bien presente es que
caímos en un silencio bochornoso, me pareció que llevaban años,
muchos, sin hablarse, sin nada qué decirse. Mi incomodidad se
transformó en una invitación a buscar la salida, pero yo no había
saciado mi apetito.
Fui el último en terminar de comer. A lo mejor la anfitriona estaba
esperando a que lo hiciera porque en cuanto dejé el plato vacío, ella,
con una solemnidad propia de amos y señores, se puso de pie, dio
unos pasos a la sala y bajó el volumen del aparato. Víctor, a un pelo
de la bravuconería, sólo pudo escuchar los reclamos de su mujer, y
yo, su discusión.
—¿No íbamos a ir al cine?
—¿Al cine?
—Víctor, te dije que quería ver Relatos salvajes, acuérdate, en
eso habíamos quedado. Toda la semana he esperado este día
porque iríamos juntos a verla.
—Nunca me dijiste, amor. Si lo hubieras hecho, no habría invitado
a Mario.
—¡Claro que quedamos en eso, Vic!, –lo contradijo Irene, que
ahora me miraba directamente a los ojos, sin dejar de hablar
—Disculpa –se refería a mí, pero yo no logré sostenerle la
vista, no por su estampa solemne, sino porque las orejas y la
cara se le habían encendido. Noté que Irene era una novata en
esa clase de reacciones. Sin embargo, por algún motivo estaba
dispuesta a expresarse: —Víctor, por favor, no seas egoísta,
–reprochó deshaciéndose del mandil. Me dio la sensación de
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