Page 47 - Topiltzin El pequeño Quetzalcóatl
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Tomamos un trozo de esos huesos, pues son sagrados y sirven
            para curar. Un rastreador encontró el bulto bajo unas rocas. Justo
            cuando nos disponíamos a sacarlo, otro del grupo nos avisó con un
            silbido que imitaba a un cenzontle que alguien venía. Nos ocultamos
            rápidamente entre las grietas de la gran peña, como lagartijas.


            Eran tres enormes mangua, olfateaban el lugar, podía verlos por la
            ranura de la grieta. El sonido de su respiración me penetraba en los
            oídos, un pequeño error y nos descubrirían.


            Pasaron muchas horas sin que se movieran, el calor y la sed nos
            estaban afectando, pero sabíamos cómo resolverlo: oriné en un
            trozo de tela que traía y ya teníamos algo de líquido para beber.
            Pasamos toda la noche ocultos.


            Al amanecer, decidí salir para distraerlos, no teníamos otra
            alternativa, ya no podíamos seguir allí. Sabía lo que me esperaba
            y que valdría la pena dar mi vida para salvar a mi hermana. Cerré
            los ojos, respiré profundamente y justamente al salir los mangua se
            movieron, algo les llamó la atención y fueron tras ello.


            En un grueso ayate de ixtle colocamos rápidamente las conchas y
            los caracoles que aún estaban completos, salimos sin mirar atrás,
            quizás los dioses nos ayudaron.


            Al llegar a casa, Topiltzin nos esperaba ansioso, algo débil, pero de
            pie:

               —No hay tiempo que perder —me dijo.


               —No irás con nosotros —sentencié con voz fuerte—. Tienes que
                  recuperarte, no pienso arriesgar tu vida, los dioses ya tienen
                  un destino para ti.


            Se abalanzó sobre mí:





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